Había una vez, en un cercano país, una joven y divertida
ardilla que hacía las delicias de las niñas y niños de su aldea con
sus juegos. Hasta que un día observó que las niñas y niños estaban cada vez más
tristes, nada les hacía reír. Abatida por el aburrimiento, se
dirigió a consultar a la lechuza. Ésta, que había acumulado su sabiduría, a
fuerza de observar a través de las sombras de la noche, pudo ver a través
de la desdicha de la ardilla que un terrible problema se cernía sobre la aldea.
Se posó sobre la rama más alta del árbol más anciano y venciendo su
sueño diurno observó lo que sucedía en la aldea.
Tienes razón ardilla, los niños y niñas de ésta aldea están
tristes, nada parece interesarles y sus mayores no parecen ser consciente de lo
grave que es que las niñas y niños estén siempre tristes
-¿Y qué podemos hacer nosotras?. Preguntó la ardilla
-Hay que convocar a toda la aldea y decirles lo que sucede.
Al principio todos pusieron excusas para acudir: el panadero no
podía porque tenía que amasar la harina, el herrero tenía que mantener vivo el
fuego, las mujeres cuidar de sus huertas, los hombres llevar el ganado a
pastar, el maestro escribir ejercicios en su negra pizarra…
Pero la lechuza, que era muy respetada en su aldea, porque
sabían que solo ella era capaz de ver en la noche más oscura. Fue
contundente:
Si queréis salvad a vuestras niñas y niños tenéis que acudir
todos sin demora a la plaza
Una vez todos reunidos, la lechuza con su voz grave y
profunda dijo:
Vuestras niñas y niños están siempre tristes, porque
estáis todo el día tan ocupados en vuestros quehaceres, que nadie les mira
y sin el espejo de vuestras miradas, no saben quiénes son y se mueren de
tristeza.
Un profundo y estremecedor silencio invadió la plaza. Nadie quería
sentirse responsable de lo que ocurría a las niñas y niños que tanto querían.
Poco a poco, fueron bajando las miradas y asintiendo la evidencia.
Y fueron las palabras sinceras de la lechuza, las que
trajeron la paz a la aldea. Porque a partir de ese día todos y cada uno de sus
habitantes miró a los niños. El panadero no solo hacía pan, sino ricos pasteles
de formas divertidas para las niñas y niños de la aldea, el herrero, no solo
forjaba herramientas y útiles para el trabajo, sino que ideó divertidos juegos,
las mujeres les enseñaron lo hermoso de ver crecer los frutos de la
tierra, los hombres, les llevaron por paisajes inéditos donde llevaba a
sus ovejas a pastar y el maestro sustituyo su negra pizarra
por los colores de la vida.
Y así fue, como las niñas y niños se sintieron reconocidos y
volvieron a sonreír, porque como ya sabéis: Para educara un niño y a
una niña, hace falta toda una aldea.
Autora: Àngels Garcia Ventura
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