Vivimos una época en que los valores de
mayor cotización son el éxito económico, la competitividad, la arrogancia, la
juventud. En esta era de “triunfadores”, en que la consigna parece ser la de
comerse el mundo, la enfermedad viene a ponernos de nuevo
los pies sobre la tierra, nos recuerda que tenemos necesidades, que
somos vulnerables y por eso mismo se oculta con cuidado y
pudor a los ojos de la gente sana.
Es difícil hablar de la enfermedad
como algo positivo e incluso a veces necesario, cuando la
salud se nos presenta como un valor tan absoluto.
La medicina nos aclara el cómo de
la enfermedad, pero casi nunca, pese a los recientes avances en el campo de
la neurociencia, el porqué y menos a la angustiosa pregunta de: ¿Por qué
precisamente a mí?
Cuando existe un desequilibrio, una falta de
armonía, el cuerpo se muestra, habla y nos habla más allá del filtro de la
razón. Es el vehículo de transmisión de lo que nos está ocurriendo, llama
nuestra atención, a veces irrumpiendo de una manera brusca y por sorpresa en nuestra
vida. A la mente podemos engañarla, pero no al cuerpo.
Cuando aparece un síntoma, hay que
escucharlo, atender lo que nos está indicando de nuestra vida: a esa
energía bloqueada, a esa necesidad no satisfecha o a esa polaridad negada. Si
solo eliminamos su molestia, corremos el riesgo de que derive
en una enfermedad y a no recibir la información necesaria para mejorar nuestra
vida
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